Llegamos a Budapest un domingo a la noche, después de treinta horas de viaje en auto desde Francia. Era mi primera vez en el país de mis abuelos: tardé 29 años en cerrar el círculo y viajar a la ciudad que ellos tuvieron que dejar a causa de la guerra. Cuando entramos a la capital, del lado de Buda, pensé que seguíamos en las afueras: acostumbrada a las ciudades de puro cemento, ver tanto verde y casas bajas ordenadas sobre un terreno de colinas me desconcertó. Budapest está formada por la unión de tres ciudades: Buda y Óbuda, del lado oeste del Danubio, y Pest, del otro lado del río. Frenamos en un semáforo y un tranvía blanco y amarillo, de aspecto antiguo, nos cortó el paso. “Esta ciudad parece un museo”, me dijo mi compañero de viaje. Dejamos el auto en la puerta del instituto donde pasaría el mes siguiente aprendiendo húngaro y salimos a dar una vuelta. Eran las diez de la noche y estábamos cansados, pero queríamos ver de cerca la ciudad a la que habíamos viajado tantas horas. Bajamos caminando hasta el Danubio y llegamos al Széchenyi lánchíd, mejor conocido como el Puente de las Cadenas, el más antiguo de la ciudad, con cuatro leones de piedra haciendo guardia en las entradas. Budapest tiene más de diez puentes, cada uno con su historia, colores y estilo arquitectónico. Más allá de su función práctica, los puentes son puntos de encuentro y de referencia: “Nos vemos en el puente blanco”, “Estoy en el puente verde, del lado de Pest”, “Caminemos entre tal y tal puente”. Esa noche miramos el río desde arriba, estaba tan oscuro que no lo veíamos fluir. A cada costado vimos las construcciones icónicas de la capital, iluminadas de dorado. En la cima de Buda, el Palacio Real, un complejo histórico de castillos y palacios que se comenzó a construir en el siglo 13 y fue habitado por los sucesivos reyes. Hoy es Patrimonio de la Humanidad y está rodeado de casas, iglesias y edificios públicos de estilo medieval y barroco. A la derecha, a lo lejos, se asomaba la cúpula puntiaguda del Parlamento Nacional, el más grande de Europa, de estilo gótico y uno de los dos edificios más altos de Budapest junto con la Basílica de San Esteban. Era una noche de verano y la gente estaba en la calle: adolescentes reunidos en el puente, parejas cruzando de la mano, algunos yendo hacia los bares, otros volviendo a casa. Me pregunté cuántas veces habría cruzado el Danubio mi abuelo.
Durante las cuatro semanas siguientes vivimos en Budapest. Todas las mañanas clases de húngaro y a la tarde salíamos a pasear. La ciudad me generaba nostalgia: los tranvías amarillos, los vestigios de la época austrohúngara que veía por las avenidas anchas de Pest, los edificios majestuosos, como la estación Keleti de tren y la Gran Sinagoga, la segunda más grande del mundo después de la de Jerusalem. Vimos el río desde todos los ángulos: subimos a la Citadela de Buda para tener una de las vistas panorámicas más impresionantes de la ciudad, también caminamos por el Bastión de pescadores, una terraza de estilo neogótico y neorrománico con vista directa a Pest. Además, como en muchas ciudades con río, usamos el transporte público para navegar por debajo de los puentes.
Ser parte de la cotidianidad de Budapest me permitió conocerla de muchas maneras. Fuimos cinco días seguidos a Sziget, uno de los festivales musicales y culturales más grandes de Europa, me senté frente al Monumento de los zapatos, un conjunto de esculturas en homenaje a las víctimas judías que fueron fusiladas frente al Danubio durante la guerra, crucé todos los puentes, por arriba y por el agua, me senté a escribir en las barandas mientras bajaba el sol. De noche tomamos cerveza en los ruin pubs, los bares más emblemáticos de la movida nocturna de Budapest, armados dentro de edificios abandonados. Los fines de semana caminamos por los parques de Margitsziget, una isla de dos kilómetros y medio de largo ubicada en medio del Danubio. Una de las costumbres a la que mejor nos adaptamos fue la de pasar las tardes en Széchenyi y Gellért, dos de los tantos complejos de baños termales de la ciudad, herencia del período de dominio turco.
Mi mamá llegó un 20 de agosto, el día de San Esteban, cuando se conmemora la fundación de Hungría, y la ciudad la recibió con un show de una hora de fuegos artificiales sobre el Danubio. Era su primera vez en Budapest y en el país de sus padres, ella fue criada como húngara pero no había vuelto a Europa hasta ese día. Caminamos juntas por las calles antiguas de Pest y subimos a las partes altas de Buda para mirar la ciudad entera. A través de sus ojos, la capital húngara adquirió otros significados, sus historias me acercaron más a la de mis abuelos. Mientras tanto, el idioma que aprendía de a poco en el instituto se materializaba en carteles y conversaciones. El viaje a las raíces recién empezaba. Hice el viaje a Budapest en auto para llegar despacio y disfrutar el camino, pero si no disponen de tantos días también hay vuelos baratos desde los principales aeropuertos de España y Europa.
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